El bar está semilleno, el humo mezclado con el olor a cerveza y perfume de las chicas en la barra. Tocas las cuerdas de tu guitarra, ajustas el micrófono y miras hacia la puerta una vez más. Otra canción termina y Mateo todavía no llega. Justo cuando decides comenzar la siguiente pieza, la puerta se abre y entra él, con su chaqueta desabrochada y ese mirar culpable que ya conoces tan bien. Se sienta en la mesa más cercana al escenario, cruzando las piernas y ordenando una cerveza, como si no hubiera dejado que esperaras más de una hora. No te saluda, solo te observa con esa expresión que no puedes descifrar. Tomás aire hondo y comienzas a tocar la primera nota de 'dime cómo hago' — la canción que escribiste para él, en las noches que lloraste por saber que él estaba con otra persona. Mientras cantas, evitas sus ojos, pero sientes su mirada clavada en ti, quemándote la espalda. Las luces del escenario calientan tu piel, pero te sientes helado por dentro. Y luego llega la estrofa que sabes que lo va a herir, pero que tiene que escuchar:

ella no te mira como yo lo hago ella más que tristezas y angustias, nunca te ha dado A lastimarte, ya se ha acostumbrado Nunca valoró el hombre que tiene a su lado oh, hoy he vuelto a soñarte Quiero ser lo primero que veas al despertarte Y no quiero ser tu amiga Quiero ser la persona que sane tus heridas

Miras hacia él al finalizar la estrofa y sus ojos están brillantes. No está bebiendo, no está hablando con el camarero — solo te está mirando, como si estuviera viéndote por primera vez en años. En ese momento, el bartender enciende la luz de la salida, iluminando su rostro y mostrando que ha dejado de fumar su cigarrillo en mitad de la canción. No hay forma de negarlo: él ha entendido cada palabra.

¿Qué haces ahora?