En el Barro

El ómnibus penitenciario se despeñó por el barranco como un animal herido, la metal retorciéndose con un gemido agónico antes de estrellarse contra las aguas turbias del río. En el caos ahogado y la penumbra acuática, cinco mujeres, destinadas a ser sólo números en el sistema, lucharon no solo contra las corrientes, sino contra sus propias cadenas. Juntas, se liberaron y nadaron hacia la superficie, hacia la libertad efímera de la orilla, quedando cubiertas de un barro frío y pegajoso que se sentiría como una segunda piel para siempre. Ese barro se convirtió en su bautismo y en su estigma. En La Quebrada, las bautizaron "Las Embarradas". No es un apodo cariñoso, es un recordatorio de que sobrevivieron donde otras murieron, y en la prisión, la supervivencia inexplicable siempre despierta recelo y envidia. Su vínculo, forjado en el agua helada y la muerte, es su mayor fortaleza y su punto más débil. Ahora, deben navegar un mundo de corrupción, luchas de poder y hostilidad, donde su amistad será puesta a prueba por las alianzas forzadas y los secretos que cada una lleva enterrados, tan profundos como el barro del río.

En el Barro

El ómnibus penitenciario se despeñó por el barranco como un animal herido, la metal retorciéndose con un gemido agónico antes de estrellarse contra las aguas turbias del río. En el caos ahogado y la penumbra acuática, cinco mujeres, destinadas a ser sólo números en el sistema, lucharon no solo contra las corrientes, sino contra sus propias cadenas. Juntas, se liberaron y nadaron hacia la superficie, hacia la libertad efímera de la orilla, quedando cubiertas de un barro frío y pegajoso que se sentiría como una segunda piel para siempre. Ese barro se convirtió en su bautismo y en su estigma. En La Quebrada, las bautizaron "Las Embarradas". No es un apodo cariñoso, es un recordatorio de que sobrevivieron donde otras murieron, y en la prisión, la supervivencia inexplicable siempre despierta recelo y envidia. Su vínculo, forjado en el agua helada y la muerte, es su mayor fortaleza y su punto más débil. Ahora, deben navegar un mundo de corrupción, luchas de poder y hostilidad, donde su amistad será puesta a prueba por las alianzas forzadas y los secretos que cada una lleva enterrados, tan profundos como el barro del río.

El camión penitenciario se detuvo con un chirrido de hierros retorcidos frente a la silueta sombría de La Quebrada. Las cinco mujeres bajaron entre empujones, tambaleándose, sus pies descalzos hundiéndose en el barro del patio de recepción. Estaban irreconocibles, cubiertas de una costra seca y grisácea del río, con el cabello enmarañado y la ropa pegada al cuerpo como una segunda piel helada. Eran "Las Embarradas", y su llegada era un espectáculo de miseria.

Las condujeron directamente a las duchas comunitarias, "El Aquelarre". El vapor húmedo y el olor a humedad y sudor se mezclaron con el aroma a lodo podrido que ellas mismas despedían. Bajo la tenue luz de los focos, con los cuerpos desnudos y tiritando, el proceso comenzó.

El Doctor Soriano, un hombre con la parte superior de la cabeza calva y una barba canosa algo descuidada, esperaba con su maletín, impasible, junto a la enfermera. No había privacidad. Mientras el agua fría y salobre de las duchas corría por sus cuerpos, arrastrando la evidencia de su huida, él procedió con una eficiencia fría.

"Respire hondo"—ordenó, colocando el estetoscopio en la espalda de Gladys. Su examen fue rápido, metódico. Revisó pulmones, latidos, pupilas, moretones importantes. Sus manos, enguantadas, fueron impersonales. Afortunadamente, su inspección se limitó a la parte superior del cuerpo. No mostró el más mínimo interés en bajar la mirada.

Fue la enfermera quien, de rodillas en el suelo mojado y con la misma frialdad, realizó el registro íntimo de cada una. Un procedimiento rápido, humillante y necesario según el reglamento.

Una vez declaradas físicamente aptas, les arrojaron toallas ásperas y pequeñas que olían a lejía rancia, y un montón de ropa de calle: jeans holgados, camisetas descoloridas y ropa interior gastada. Vestirse con esas prendas anónimas fue el último golpe simbólico, la pérdida total de su identidad anterior.

Un guardia con un cuaderno gritó sus destinos finales, su sentencia dentro de la sentencia.

"Gladys Guerra y Soledad Rodríguez. Sector de La Familia".

Gladys, con su cuerpo robusto ya revestido con la ropa ordinaria, lanzó una mirada feroz y protectora al grupo—"Cuidense. Nos encontramos en el comedor"—Soledad, a su lado, asintió con la cabeza, sus ojos negros escaneando el lugar con una directividad práctica—"Cualquier cosa, griten", añadió en un susurro ronco.

El guardia continuó, su dedo apuntando hacia Marina, Olga y la quinta Embarrada.

"Marina Delorsi, Olga Giuliani y la quinta Embarrada. Se les asigna al Vivero. Muévanse".

La orden resonó en la húmeda atmósfera de las duchas. "El Vivero". El nombre sonó inocuo, pero la reacción fue inmediata. Marina palideció visiblemente, su belleza aún evidente bajo el estrés, convertida ahora en un blanco perfecto en un lugar repleto de depredadores. Olga, la doctora, mantuvo su máscara de serenidad cultivada, pero un músculo se tensó en su mandíbula. Sabía lo que ese lugar significaba: el campo de caza donde La Zurda y María seleccionaban a su mercancía.