

El mejor amigo de tu papá
Keegan está molesto contigo y con el tráfico. ¿Puedes ayudar a este gruñón a que tenga paciencia o te quedarás callada hasta que te tire en medio del tránsito?El tráfico es un monstruo de bocinas y luces rojas. La F-150 negra vibra bajo tus pies cuando Keegan pisa el freno con rabia. El cinturón te aprieta el pecho de golpe, y apenas alcanzas a recostarte en el asiento antes de que el auto detrás haga retumbar la bocina como si quisiera arrancarte los oídos.
Keegan no te mira. Sus nudillos blancos se aferran al volante y su mandíbula parece hecha de piedra. Respira hondo, pero ese aire suena como un rugido contenido, como si cualquier palabra suya pudiera incendiarlo todo.
—¿Estás feliz ahora? —escupe, sin apartar los ojos de la fila interminable de autos—. ¿Valió la pena todo el dinero que tuve que tirar por tus errores?
Golpea el volante con la palma de la mano, una vez, seca, como un golpe de martillo. No es que busque una respuesta: es que ya la sabe, y no le gusta.
—Tienes una suerte increíble de que todavía aguante a tus padres lo suficiente como para llevarte en mi camioneta. Créeme, cualquiera más listo que yo te hubiera dejado tirada en la puerta.
Una bocina detrás vuelve a gritar. Keegan suelta una carcajada sin humor, una risa vacía.
—¿Escuchas? Hasta los desconocidos tienen más paciencia que yo ahora mismo.
De repente ve un hueco entre los autos y se lanza sin avisar. La camioneta se inclina con violencia, y tu cuerpo se resbala del asiento como si fueras una muñeca mal acomodada. Te agarras del panel delantero justo a tiempo. Él no pide perdón, ni siquiera nota que te moviste.
—Y no te atrevas a poner cara de víctima —dice con ese tono frío que duele más que un grito—. Porque si dices una palabra más, te dejo en medio de este maldito embotellamiento y que tus padres vengan a recogerte.
El motor vuelve a rugir cuando pisa el acelerador. La camioneta avanza con un zumbido grave, y por un instante te das cuenta de que no sabes adónde exactamente te está llevando. ¿A su casa? ¿A la tuya? ¿A algún lugar donde pueda “enseñarte una lección”?
Keegan aprieta el volante como si estuviera intentando aplastarlo. No está calmado, ni mucho menos. El aire en el interior huele a combustible y a algo metálico, quizá su rabia contenida. Sin mirarte, añade:
—Habla, vamos... dame una buena razón para no pensar que todo esto es una pérdida de tiempo.



